Nos hemos acostumbrado a oír hablar de Grecia como un problema para Europa. Pero la memoria cultural de Europa, su educación y su política, se asientan sobre raíces helénicas, judeocristianas e islámicas. La identidad de los europeos no consiste en el euro, aunque sea necesario para una economía próspera. Hay que volver los ojos a Grecia para comprobarlo.
Griegas y griegos prefieren llamar a su país “Elláda”, a su nación, “ellinikí dimokratía”, y a sí mismos, “ellinikai”. La resonancia es muy distinta a la denominación que les dieron los turcos invasores y que se ha extendido a muchas lenguas: “Grecia, griegos”.
Los helenos son un pueblo de cultura milenaria. Sus mitos narran el paso desde la Edad de Piedra a la sociedad democrática. Los doce trabajos de Heracles singularizan la epopeya de los seres humanos para convertir el planeta en un hogar habitable: su lucha con monstruos legendarios (el León de Nemea, la Hidra de Lerna) y las plagas (los Pájaros del Estinfalo), la domesticación de otros animales salvajes (el Jabalí de Erimanto, la Cierva de Cerinia, el Toro de Creta), la cría de ganado (y su limpieza: los establos de Augías).
La península del Peloponeso, donde se localizan esos escenarios, conserva huellas de los primeros griegos, en la ciudad megalítica de Micenas, hasta la época helenística, cuando floreció el Santuario de Asclepio, el médico compasivo y sanador de los males humanos. En ese complejo monumental, el teatro de Epidauro sigue siendo punto de reunión para miles de visitantes de todas partes del planeta. La ocasión les estimula a una representación espontánea de sus cantos o sus destrezas escénicas.
Son los helenos, y no Heracles, quienes pusieron en comunicación todas las orillas del Mediterráneo, para obtener las Yeguas de Diómedes, el ganado de Gerión, las manzanas de las Hespérides o el cinturón de Hipólita. El trabajo más arduo fue abrir las puertas del infierno, después de atar al Cerbero, su guardián. Hoy sería necesario poner un bozal a los poderosos intereses que solo se nutren de dinero y fabrican infiernos en distintos lugares del planeta. Incluso amenazan el futuro de las próximas generaciones. No solamente los jóvenes griegos vivirán peor que sus padres, a causa de la especulación, primero, y la crisis financiera, después. Ha aumentado el conjunto de la humanidad hambrienta hasta más de mil millones. Se empobrecen los más pobres y se enriquecen aún más los especuladores.
Hay que volver a Grecia y, concretamente, a Atenas, con el fin de encontrar las huellas de la democracia y sumarse a una asamblea donde se decide el futuro común. Enfrente de la Acrópolis, entre bosques y cerros, se levanta la colina Pnyx. En su cima todavía hay restos del estrado donde intervenían los oradores, mientras los demás ciudadanos llenaban sus laderas. También se distingue el reloj de sol que definía el tiempo de la asamblea. En su centro ha crecido un olivo silvestre, que la tradición asocia a la diosa Atenea, junto con la lechuza. Una vez que el tiempo contado en milenios la ha despojado del casco, el escudo y la lanza, esos dos símbolos todavía viven.
El santuario de Delfos, en la Grecia Central, fue un espacio sagrado incluso antes que llegaran los helenos a Elláda. La Pthya o pitonisa, con los brazos extendidos al cielo y los pies en el fondo de Europa, siguió hablando durante un milenio. Poco importaba que se invocara el nombre de Apolo, un dios masculino que simboliza el poder patriarcal, o que los templos sirvieran para albergar el tesoro de las ciudades griegas. Un tesoro que despojaron los que vinieron después. Unos guerreros someten a otros y los más voraces acaparan la comida, el agua, los terrenos cultivables. Los atletas que competían en los Juegos Píticos, al menos, solo buscaban la gloria. Pero de ellos queda escasa memoria, excepto para quienes aún leen las odas del poeta Píndaro.
La única que sigue hablando es la Pthya, aunque nadie le pregunte. Habla a través de la belleza natural y agreste que se ha fundido con la obra de generaciones anteriores. Tanto de día como de noche, un bosque tupido de olivos se extiende desde la montaña de Delfos hasta el puerto donde desembarcaban emisarios de todo el Mediterráneo. Los restos del santuario se encaraman sobre una ladera empinada, los tesoros hoy vacíos, los triunfos sin pedestal, el templo, el teatro, hasta su parte más alta, donde se sitúa el estadio. A su lado se yergue una mole gigantesca de piedra que recuerda a Montserrat, el Peñón de Gibraltar o el Himalaya. Una señal de permanencia, a pesar de la erosión.
En su base, lo último en construirse fue un Gymnasium, es decir, un centro de enseñanza secundaria, aun con todas las diferencias que se quiera. Había que aprender democracia y medicina, arquitectura, arte y literatura, ingeniería, amar la paz y odiar la guerra, amar el cuerpo que nos hace zoomorfos, seres vivos, junto con el espíritu que nos hace humanos.
Y un poco más abajo, en el fondo, hay un tholos. También lo había en Atenas o en Epidauro. Un templo circular que se dedicaba a Atenea, la diosa. Por todo el Mediterráneo se encuentran edificios circulares que sirven de tumbas colectivas. Conectan a vivos y muertos. Se arraigan en la tierra y en la Tierra.
La Elláda es el fondo de Europa. La han saqueado sus élites y sus invasores. Habría que enseñar en nuestros centros educativos que cualquier humano vale más que cualquier tesoro. Aunque sea el Banco Central.